La voz habló como la recordaba. En un tono apagado dijo lo que yo sabía que iba a decir, dio sus coordenadas y hacia el final me preguntó cómo estaba. Yo respondí con educación y justeza sin olvidarme tampoco de la pregunta protocolar. La familia, respondió la voz, se encuentra bien, la niña guapa y crecida, el niño ya con los primeros pelos en su cara, la mujer un tanto más gorda. Todo esto, pensé por dentro, es natural y por demás redundante, pero la redundancia es algo a lo que estoy acostumbrado en mi trabajo, que es siempre el mismo y que consiste en esperar. Así entonces colgué y caminé hasta el pequeño refrigerador donde guardo mis cervezas. Abrí una y la bajé casi entera. El calor es sofocante y a mí me molesta como a cualquiera bajo un ventilador de techo que gira no más rápido que la cuerda de una cajita musical. El aire quieto y lleno de humo. El silencio de la película terminada. La voz clara, la coordenada precisa. Puse play en el reproductor nuevamente y comencé a vestirme. “…and wait and wait and wait…” La voz en la película.
Nunca sé cuando deberé salir y entonces siempre tengo mi guardarropas en orden: un pantalón Wrangler Montana azul, una camiseta blanca escote en V, una camisa escocesa azul y roja y un par de zapatos marrones punta reforzada. Agarré la caja de Gitanes casi vacía, la puse en el bolsillo de la camisa y salí al entrepiso. El dueño de la pensión escuchaba “Solo le pido a Dios” en una vieja radio y esto me pareció extraño y si fuera supersticioso hubiera notado que algo no andaba bien y me hubiera quedado adentro. Pero soy torpe, aunque levemente. Así entonces bajé la escalera y salí a la calle. Caminé hasta la esquina y miré hacia la ventana de mi habitación. La luz de la TV iluminaba la noche argentina con imágenes del Marruecos Francés. Repasé la dirección en mi mente. Debería caminar no más de quince minutos. Así que saqué un Gitanes y me puse a fumar. Fumé y caminé hasta que encontré el número grabado en una elegante placa. Aquí, entonces, es donde viven. Toqué el timbre y cuando me preguntaron quien era respondí “soy yo”. Papá me abrió y luego de saludarlo le disparé. Luego hice lo mismo con la niña guapa, el niño con la barba nueva y la señora regordeta. Pero como dije antes, y como repito ahora, el último me partió el corazón. Y es por eso que con Bobi no pude, y aun debe estar ahí, ladrando, avisándole al barrio que sus dueños están muertos.